miércoles, 12 de agosto de 2009

Cuarenta cajas


XXXIII CONCURS LITERARI DE NARRACIÓ CURTA de Sant Hilari Sacalm. José de Eiximenys. 20/03/2009.

Son las siete treinta de la mañana de un precioso domingo. Estoy fumando un cigarrillo en el patio exterior de un centro de alquiler de trasteros. No hay nadie más a la vista, exceptuando al guardia que me ha saludado al abrir la barrera. Aunque se aprecia a simple vista que el hombre está aburrido y deseando iniciar conversación con alguien, lo sé porque no deja de mirar desde la caseta cada treinta segundos pese a estar leyendo un libro, no se atreve a salir de aquélla; hace un frío incisivo de febrero.

Tras dar la última calada y hacer el preceptivo lanzamiento de cigarrillo al suelo con pisada incluida, me dispongo a trabajar un poco. Dejo abierta la puerta de atrás de mi monovolumen recién aparcado en el muelle de carga, voy a buscar uno de los carretones plegables que hay en el muelle; sobre la marcha modifico mi idea inicial y me decanto por una carretilla con su pertinente palé; en cinco minutos tengo diez cajas encima del palé de madera convenientemente dispuestas en dos alturas, en un lado tres cajas en horizontal y en el otro dos en transversal respecto de las tres primeras, y encima la misma disposición a la inversa para impedir una caída fortuita debida a movimientos bruscos; diez minutos más tarde, tras haber colocado perfectamente las diez cajas en el trastero recientemente alquilado, vuelvo a por las diez cajas restantes de la furgoneta.

A las ocho y cinco, fumo otro cigarrillo en el muelle de carga, le doy solo dos caladas y lo tiro; cojo el coche, me despido del vigilante con un asentimiento de cabeza, al cual éste responde con idéntico gesto, y me dirijo hacia mi todavía casa a buscar el resto de enseres. Cargo las veinte cajas restantes que había estado preparando este fin de semana; pongo con cuidado en lo alto de éstas lo que no he podido empaquetar: tres maletas con ropa para una semana, una bolsa de deporte con productos de baño, el cabecero de polipiel de la cama, tres cuadros pintados en mi tierna infancia y una litografía gótica dibujada por Bill Sienkiewicz y comprada en Internet, que tuvo la cortesía de dedicarme luego, de su puño y letra, en el Salón del Cómic de Lucca, Italia, guardada con esmero en un tubo metálico de dibujante, una escalera de mano y mi vieja bolsa de palos de golf, una pelota de fútbol y otra de baloncesto, y unos patines.

Mi casa está a escasos diez minutos del negocio de trasteros, por lo que a las nueve ya estoy otra vez ante la caseta del vigilante. Esta vez tenemos una pequeña conversación a través de nuestras respectivas ventanillas abiertas. Hablamos del frío que hace y del buen día para comer calçots, tomo nota mentalmente para bajar a Valls, a comerlos, si puedo, la semana que viene; le pregunto si puedo dejar el coche aparcado en el muelle mientras voy a desayunar a un pequeño bar que hay enfrente y el hombre asiente. En última instancia me decido a aparcarlo correctamente en una de las plazas laterales junto al muelle de carga, no quiero ocasionarle ningún problema si algún encargado se presenta y lo amonesta por mi aparcamiento improcedente.

Vuelvo a pasar junto a la caseta y le pregunto amablemente si quiere que le traiga algo del bar; a lo que responde que no, que gracias, que dentro de media hora cambia el turno, y que desayunará entonces con su familia. El bar está casi vacío todavía, dos parroquianos tomando café en la barra y dos parejas de jubilados comiendo chocolate con churros en una mesa del fondo. Me siento cerca de la ventana, con mi coche a la vista, y me dispongo a pedir un refresco de cola, en lata, y un bocadillo de lomo, el pan sin tomate. Para cuando he acabado con el tentempié, observo que el vigilante está dando las novedades a su sustituto. Les veo mirar una vez en dirección al bar, lo que debe significar que le está notificando mi presencia en el exterior de las instalaciones. Me tomo un cortado, pago mis seis euros por un desayuno que estaba buenísimo, pero que hace escasos seis años no llegaba a las quinientas pesetas. A las nueve y treinta y cinco abandono el bar, un grupo numeroso de ciclistas se dispone a asaltarlo, cuento doce bicicletas, ocho ciclistas varones y cuatro ciclistas hembras, y cruzo la calle en dirección al almacén.

Al saludar al nuevo vigilante, éste se limita a arquear las cejas; debe tener unos veinte años y se nota que empalma la jornada con una noche de fiesta.Vuelvo a aparcar el coche delante del muelle de carga, y vuelvo a coger el mismo transpalé. Sigo siendo el único cliente a estas horas. Media hora después ya tengo todas mis pertenencias en mi trastero. Vuelvo a sacar alguna de las cajas al pasillo para poder almacenarlo todo eficientemente y de una forma inteligible. Previamente tomé la precaución de etiquetar las cajas con una descripción somera del contenido; incluso tengo una pequeña hoja manuscrita que volcaré más tarde al ordenador con dicha descripción. Me dispongo a dibujar un pequeño croquis con la señalización exacta de la ubicación de las cajas en el trastero según las ordeno.

En total he guardado treinta y ocho cajas, he dejado dos cajas con discos compactos y dvds en el coche para llevarme junto con las maletas, los cuadros y la litografía. He distribuido las cajas de la siguiente manera: las doce cajas de libros apiladas en la parte inferior de la estancia, de izquierda a derecha y apoyadas contra la pared del fondo, libros del colegio, libros de la universidad, apuntes de la universidad y del colegio, manuales varios, enciclopedia y diccionarios, libros de informática, cómics, revistas de información general – Muy Interesante, National Geographic, El Mueble -, libros de poesía y ensayo, narrativa variada, y material de oficina; encima he colocado cajas diversas; dos cajas con las medallas y copas ganadas en balonmano y otros deportes; tres cajas más de música, en vinilo, y vídeos, en formato VHS; cinco cajas de utensilios de cocina y menaje de la casa, compuestas por una maleta de cubertería por estrenar, platos y vasos de un banco, ollas y sartenes de otro, jarrones varios y alguna estatuilla de Lladró envuelta en mucho papel de periódico; dos cajas con fotos y correspondencia diversa, notificaciones del banco y recibos varios pendientes de archivar; tres cajas más con cinco archivadores de cartón en el interior - de cada una -, repletos con todo tipo de información desglosada convenientemente, ocio, cultura, bancos, casa, seguros, recibos, etcétera; siete cajas más con ropa bien plegada, pantalones, camisas, jerseys, ropa interior, ropa de deporte, trajes, chaquetas, y demás; y cuatro más con material diverso que no requiere siquiera una etiqueta, junto con el vídeo, equipo de música y reproductor de dvds.Hago un rápido recuento para comprobar que no me he dejado nada: libros abajo, lo más pesado, junto con los reproductores; zona intermedia con multimedia, cocina, archivadores; y en la parte superior, en cajas de cincuenta por cincuenta por cincuenta, la ropa. He dejado un espacio en un lateral para la escalera y el cabecero.

Todo está bien puesto y ordenado en el trastero, sobre dos palés de madera, no vaya a ser que se inunde el suelo – harto improbable -, una pequeña habitación rectangular de dos metros y medio de ancho por dos de fondo, cinco metros cuadrados justos. Me sobra justamente el metro cuadrado de la entrada para abrir la puerta y me siento momentáneamente en el espacio ocupado por una mesa redonda de exterior con seis sillas que traje ayer sábado, junto con el televisor de pantalla panorámica del comedor y el equipo informático, al contratar el servicio. Encima de la mesa coloco las dieciete cajas sin montar que me han sobrado, de medida de treinta y seis por cuarenta y cinco, y por treinta; salía más económico comprar cincuenta cajas que las treinta y poco que había (mal) calculado utilizar.

Modifico el código de acceso que me dieron al suscribir el servicio, pongo como contraseña la fecha de nacimiento de mi tercera hija, leída del revés. Salgo al patio, coloco la carretilla en su sitio, y me fumo el último cigarrillo del día; sólo me concedo dos al día, hasta un máximo de diez por semana, hoy he superado los dos cupos. A las once en punto, abandono el gran almacén de vuelta a casa. Toco el claxon y el vigilante adormilado me levanta la barrera.

Llamo por teléfono, tal y como había acordado, al comprador que llegará en breves instantes a llevarse todo el mobiliario restante de la casa. Mientras llega, calculo que aún tendré tiempo de cargar en mi vehículo las bolsas con comida y productos de limpieza. Mañana debo entregar, sin falta, las llaves al banco, ante la imposibilidad de hacer frente a los pagos de la hipoteca y su negativa a aplazar la deuda.Con un poco de suerte habremos cargado todos los muebles en el camión para las dos de la tarde.

Luego cogeré el coche hasta Vic y comeré con Alicia y las niñas; las he mandado el fin de semana a casa de mis suegros; aún no sé cómo voy a explicárselo, a mi mujer y a mis hijas, me quedan cuatro horas.

Calella, un jueves por la tarde con once grados Celsius de temperatura, a 12 de febrero del 2009.

No hay comentarios:

Publicar un comentario